sábado, 17 de marzo de 2007

Un mes como éste

No es importante para la mayoría de la gente, pero en un mes como éste, hace 37 años y un día, nací yo. Era regordeta y enseguida se me puso carilla de china, porque mis ojos son pequeñitos y rasgados. Y una hepatitis temprana me dejó un matiz amarillento de lo más oriental. Nada fuera de lo común por otro parte.

Tranquilidad, no se me asusten, no pretendo ponerme íntima, bastantes diarios emborroné en mi juventud para acabar dándome cuenta de que mi vida no tiene nada de especial, si no fuera por la sucesión de momentos impresionantes que me ha tocado vivir, de los cuales, tampoco haré un listado porque si debo comenzar con que de aquel año lo que más se recuerda es una canción veraniega... mal empezamos.

El suceso que más me ha marcado ha sido el del negro día 11 de ese mes de hace tres años. Mi corazón se rompió en tantos fragmentos como heridos y muertos contamos en los atentados de Madrid, mientras que mi cerebro aún se revela por la mentira inmensa en la que nos vimos inmersos. Yo nací en el centro de tantas explosiones, cualquiera de esas estaciones estaba más o menos a la misma distancia de mi casa, de mi barrio, aquellas imágenes permanecerán grabadas de por vida a mi memoria aunque yo vivía por aquel entonces a bastantes quilómetros de El Pozo, Santa Eugenia o Atocha. No supero la angustia, la profunda solidaridad y compasión por las víctimas, la impotencia y la rabia que me obligaban a telefonear o enviar emails, sin descanso, para saber quién de mis seres queridos, de mis vecinos o simple y maravilosamente conocidos, habían salvado sus pellejos. Jamás olvidaré aquel muchacho cuya cara desencajada, sorprendida, se había teñido de un color que huele espeso, huele a dolor, a desamparo. Jamás olvidaré cómo se volcó la ciudad, cada ser era un corazón ardiendo y unas manos dispuestas a apoyar, a consolar, a aliviar.

Han pasado varios años y sigo derrumbándome cada vez que tengo que escuchar cómo el gobierno desoyó nuestro NO A LA GUERRA, cómo ignoró los indicios y análisis y otras investigaciones y signos de que los terroristas islámicos responderían igual que lo hicieron en USA aquel otro once, pero de septiembre de 2001; cada vez que se alude a víctimas, a solidarios, a ejecutores, de un lado o del otro de la supuesta legalidad.

Aquel año hubieron 191 muertos y más de dos mil heridos, además de la violación sistemática a que fuimos sometidos todos los ciudadanos engañados por aquellos que sabían que ETA no había tenido que ver en aquella ocasión, pero también porque sabían que no había armas de destrucción masiva y aún así, los negocios son los negocios. Tremendo, irracional, insuperable.

enlaces consultados:
http://www.teacuerdas.com/nostalgia-1970.htm
http://www.20minutos.es/noticia/213048/0/manifestacion/irak/psoe/
http://www.diasincarne.com/index.php
http://www.escolar.net/MT/archives/2007/03/hace_cuatro_ano.html
http://www.noalaguerra.com/
http://www.josecouso.info/
http://www.guerraeterna.com/archives/2004/03/cuatro_dias_de.html
http://es.wikipedia.org/wiki/Atentados_del_11_de_marzo_de_2004
http://www.democracia76-04.com/
http://5lineas.com/marzo2004/
http://www.iraqbodycount.org/background_es.php
http://www.djf.net/IBC/
http://3diasdemarzo.blogspot.com/2004/10/ms-reseas.html#top
http://www2.blogger.com/post-create.g?blogID=8754017312943887936

jueves, 8 de marzo de 2007

POR LA IGUALDAD TOTAL

Si lees lo que los diarios tienen hoy que decir sobre las mujeres, mi "artilato" (artículo+relato. Necesito una contextopedia ¡pero ya!) te resultará un tanto vacuo.

Las mujeres, siempre menos, somos más.

Henchida de imágenes, proyectos, ilusiones. He crecido en una gran ciudad contaminada pero viva, y no sabía que se te puede mirar hasta que te anulas. No sabía que se te puede ignorar hasta que tienes que tocarte para saber si realmente estás. En mi infancia, los niños saltaban a la comba contigo aunque sólo fuera por llamar tu atención y obligarte a cambiar a juegos más vertiginosos, en donde se te puede abrazar o agarrar con fuerza y comprobar cómo tiemblas de emoción y risas. Luego, el instituto me insertó en grupos donde el teatro o las emisoras de radio reunían mentes inquietas. Nos gustaban los mayores, claro, eso siempre nos pasa a las chicas, pero nuestros compañeros de clase, al final, se convertían en amigos y algunos en maridos muchos años después. He compartido risas, confidencias, lágrimas y besos con los hombres más deliciosos del mundo y jamás me había sentido MENOS.

Aquí sí. Aquí soy menos por ser mujer. Si quieres pasar desapercibida debes casarte, caminar tras tu marido, no dar la nota y tener hijos en seguida. No, no hablo de un viaje al pasado, hablo de un viaje al interior de España, ahora, hoy, aquí. Lava su coche, ríe sus gracias, mantén sus posturas sin destacar, no intervengas en conversaciones masculinas. Sólo despliega tu inmensa variedad de encantos hasta la pubertad, momento en que los hombres elegirán lo que quieren de tí y luego, cobijada tras de tus hijos, podrás desaparecer de su vista y respirar un poco más.

Aquí he comprobado cómo teniendo algo que decir no se me escuchaba. Al contrario, mientras hablaba, los hombres miraban a mi marido y cuando yo terminaba, le respondían a él sobre lo que acababa de decir. Ofende que sepas de nuevas tecnologías, que domines algún campo en el que ellos no están familiarizados, molesta simplemente, que pienses y opines. Si muestras tus inquietudes con franqueza, verás en seguida como te someten al mayor de los desprecios, el que omite tu presencia, el que consigue que unos ojos barran el lugar donde te encuentras y no te vean, que no se oiga tu voz con el mayor de los descaros, aunque la eleves y, si protestas, aquella otra mirada en la que te anulan te hace sentir como un perrillo acobardado por las patadas.

Aquí no camines de la mano de "tu hombre", no te rías y le beses en público, no muestres tu amistad, tu compadreo con él porque lo empequeñeces (calzonazos), no cuentes que es un buen cocinero o que limpia mejor la solería que tú. Le dañarás, su credibilidad será puesta en solfa y lo convertirás en centro de sus menosprecios y sornas (maricón).

No lleves el pelo al cuatro ni te lo tiñas de colores alegres. No vistas ropas extravagantes o con mensajes significativos (activismo ideológico... si es de tipo ecológico aún peor...)

No permanezcas sin prole porque te etiquetarán de mil maneras: tortillera, tarada, enferma...

Si pides vino/cubatas, "bebidas de hombres", en definitiva, en un bar se lo sirven al varón más cercano a tí. Lo tuyo son los refrescos o, como mucho, los vertmús al medio día. Te dejan fumar pero reconviniéndote ("fumas como un carretero"). Desde luego, más te vale, si te drogas, no hacerlo en público, eso sólo se asume entre adolescentes y porque están todos locos.

No eres homosexual. No lo eres, convéncete. Estás mal de la cabeza. Dos hombres que se aman dan asco. Dos mujeres que se aman, no existen. NO EXISTEN. PUNTO.

Aquí los ojos recorren los cuerpos como tentáculos viscosos, da igual que tengas cuarenta años que catorce. Aquí eres una res a desbravar o a fecundar. Una mula de carga o un potrillo jerezano al que enjaezar y lucir en las romerías.

Aquí no hablaré de golpes, gritos y muertes. Sólo de ojos que callan tu voz o evaporan tu cuerpo. Ya ves, sólo de eso.

Feliz día de la mujer. Aprovéchalo, que SÓLO TIENES UNO.

miércoles, 7 de marzo de 2007

EPULIS CANINO

Rita padece con serenidad y paciencia alergia medioambiental[1] que desemboca en intolerancia alimenticia[2]. Por todo esto, a veces, se cansa de comer su pienso hipoalergénico[3] y se pone a dieta ella sola. En esos días me las veo y me las deseo para que recupere las ganas de comer. Por eso, cuando hace apenas cinco días decidió de nuevo pasar del pienso, no me extrañó. Le ponía unas gotitas de aceite de oliva, o rallaba un poquito de queso (muy poquito, los lácteos le chiflan pero no le sientan bien, por la grasa y por otros motivos...[4]), hasta que el domingo, por esto del calor, la ví jadear con toda su bocaza abierta de par en par. Así fue como descubrí que en su mandíbula superior, en la zona de la derecha, entre las últimas muelas, le había crecido un bulto rosa que cubría una de las piezas.

¡Claro, por eso no comía! ¡Si apretaba para masticar el pienso, se pellizcaría esa carne! Pobrecita, tan buena, me deja mirarle, no es muy grande y no parece que le duela porque se lo toco y no se retira ni se queja.

Inmediatamente, pongo agua a calentar, aplasto su pienso y lo mezclo con el agua. Se lo doy y se lo come todo con ganas. Tiene hambre pero no puede masticar. Me pregunto por qué le ha salido esa protuberancia carnosa. ¿Será por alguna astilla? Cada tarde paseamos por el campo y le encanta jugar con palos, se los tiramos y los recoge y nos vacila para que se los quitemos, nada de traerlos como los obedientes perros adiestrados. Esta chica prefiere los juegos creativos y, sobre todo, que sus papis hagan el mismo ejercicio que ella. En fin, como no tengo ni idea de lo que puede ser y está claro que así no puede seguir, llamo al Hospital Clínico Veterinario y pido cita. Viernes 2 de marzo, a las seis de esa misma tarde, Rita se las verá con los terribles médicos, esos monstruos malolientes que te toquetean y te ponen inyecciones o te tumban en esas mesas gélidas…

Una doctora vestida con una especie de pijama morado estampado con perritos y gatitos que tranquilizan más a la mami de Rita que a la propia paciente, nos atiende con amabilidad y dulzura. Lo que me asombra cada vez que voy al hospital son sus estudiantes en prácticas. Almas en pena como en "Los Otros" que persiguen a su mentora. Personas tímidas, más asustadas que los pobres animales enfermos, permanecen impasibles observando lo que el doctor de turno hace y dice, distantes, fríos. Me imagino que para Rita son figuras que impresionan, huelen tal vez a alcohol, a miedo o por lo menos a precaución. ¿Cómo se puede querer estudiar veterinaria y no sentir compasión por estas criaturas acorraladas? Entiendo que hay que ser precavido puesto que un perro (o un gato o caballos, etc.) asustado y herido o enfermo puede tratar de morderte en su defensa, pero a mí me resulta increíble imaginar que puedan ser amantes de los animales. Desde luego, no ayudan nada a mitigar el estrés de éstos. Mucho peor son esas mesas tan altas, cómodas sólo para los que exploran, están heladas y son inestables. Ningún animal en su sano juicio se subiría relajadamente a ellas para ser observado, toqueteado, explorado o pinchado. Leí por ahí hace años, creo recordar que un etólogo o un médico valenciano[5] recomendaba a los dueños de perros y gatos, que enseñaran a sus amigos peludos a no temer a esos artefactos desde cachorros, poniéndolos encima, cada día, de la mesa de la cocina o del salón de nuestras casas, al menos unos minutos y, mantenerlos ahí mediante caricias, besos, palabras dulces y alegres y alguna que otra golosina hasta que pudieran erradicar el pánico, porque esto les ayudaría mucho a la hora de visitar la sala de un veterinario o la de la peluquería, según necesidades o aspiraciones[6].

Si hay protocolos de conducta para aliviar el sufrimiento a los mártires de laboratorio[7], ¿cómo no incidir en los pacientes de clínicas veterinarias y hospitales? Pensad que mi perra es una bóxer de cinco años de edad y 32,5 kilos de peso (sí, sí, un cruce con camello, lo que queráis). Cuesta mucho subirla a semejante atalaya y, si no te dejan permanecer a su lado y tranquilizarla, lo más probable es que se lance al suelo en la menor ocasión, arriesgando sus articulaciones y huesos al caer. Yo le abrí la boca y les mostré el bulto carnoso. Evidentemente, llegó a la conclusión que tanto temíamos: habría que operarla. Seguramente no sea nada malo (¿qué dice?) y de repente, aparece una palabra que activa todas mis alarmas: “metástasis”. A poco que conozcas sobre tumores, sabes de sobra que se relaciona escalofriantemente con ellos. Dice que lo más seguro es que no sea nada, se trata de un “épulis”[8] y que normalmente son benignos pero que habrá, tal vez, que hacerle una radiografía para confirmar que no tiene los pulmones tocados y una biopsia para certificar su inocuidad.

Estoy segura de que no tengo que explicar la sensación que experimentamos. No obstante, lo haré por si algun@ de l@s que me leen no ha compartido apasionada amistad con un peludo de cuatro patas: Confusión ante todo, ¿mi niña enferma? ¡Imposible, esto es un error! Y después, escuchamos -casi sin oír- que sin esperar a más (genial la doctora en prácticas por insistir al cirujano para que operase a Rita el mismo lunes), el día 5 a primera hora teníamos que volver al Hospital para intervenirla. Casi ni recuerdo que nos comentó que deberíamos firmar una hoja de renuncia de responsabilidades médicas (algo a discutir pero que la especie humana es muy propensa a practicar, el escaqueo de obligaciones) porque “con la anestesia, ya se sabe”… En fin, una serie de recomendaciones y convenciones que nos traían al pairo porque sólo había en nuestras cabezas unas palabras que resonaban como ecos de bala: tumor, épulis, metástasis…

Menos mal que está Debbie siempre “en casa[9]” y puedo contarle lo que siento después de leer unas cuantas páginas webs dedicadas a explicar pormenorizadamente en dónde nos hemos metido. Resulta que el épulis es un tumor que afecta a algunas razas de perros, entre ellos el bóxer. Debbie también se informa y me tranquiliza: cuando una enfermedad es “característica” de una raza, tiene más “papeletas” para ser benigna que cuando resulta una excepción. Además, lo peor ya ha pasado y lo bueno es que el bulto es muy pequeño y probablemente, como todos los tumores, descubriéndolo a tiempo no habrá nada que temer. Me recomienda comida especial para post-operados e infusiones fortalecedoras del sistema inmunológico.

El fin de semana se convierte en un ejercicio extraño de tranquilidad. Me propongo ofrecerle a Rita un par de días sosegados, tal y como Debbie me recuerda acertadamente, porque si yo continúo serena ella también lo estará y sus defensas aguardarán preparadas para la intervención quirúrgica, la anestesia y el estrés que les espera. Cada noche, cada rato en que ella no está presente, los diablillos que aguijonean mi imaginación me someten a torturas indecibles. No podría vivir sin ella, no podría soportar verla sufrir. Muy inconveniente actitud. No, no puedo dejarme llevar por esos pensamientos. ¡Basta! Ella es fuerte, rebosa salud y en un par de días, podremos convertir en anécdota semejante pesadilla. Así que, me planto el chandal y disfruto de las carreras de mi hija de cuatro patas, sus idas y venidas, sus bromas y complicidades con mi marido, que suda la camiseta persiguiéndola y protagonizando las trastadas de ambos, como el niño chico que es.

La noche del domingo resulta un caos confuso, soy incapaz de dormir, aunque disimulo descartando que pueda tener algo malo, sí soy consciente de que Rita es muy especial y que tendrá que soportar una jornada muy dura el lunes. Siempre fue tímida, delicada en su trato y muy sensible. La frialdad, la brusquedad, los tonos altos y enérgicos, el desprecio o la indiferencia le afectan más que a cualquier otro ser que haya conocido. Jamás ha sufrido malos tratos ni he consentido que la violencia rozase su vida, con excepción de algún que otro perro que se ha cruzado en su camino inevitablemente, o por sorpresa, ya se sabe, de esos que tienen malas pulgas porque sus dueños los han convertido en fieles reflejos de sus inseguridades y miserias. Rita es alegre, equilibrada, con un sentido de la justicia que asombra, divertida y más dulce que la miel. Cariñosa hasta el infinito, no soporta que la apartes y se desespera si le tienes miedo. Está acostumbrada a escucharnos hablar, pero no sólo entre nosotros, si no con ella, es un miembro altamente cualificado de nuestra familia (la psicóloga sin ir más lejos) y como tal, merece nuestra consideración y respeto y, sobre todo, conoce cada tono, cada frase, cada elevación de la voz y sus gestos correspondientes. Es la típica representante de esta frase que todos los que compartís hogar con un amigo perruno conoceréis: “¡sólo le falta hablar!” y que yo juzgo totalmente equivocada, ¡sucede todo lo contrario!, es tan clara en sus actitudes, se expresa tan francamente, que no necesita pronunciar una sola de nuestras palabras para definir con exactitud lo que necesita o pretende. Por todo esto imagino esa vuelta al hospital, esas repetidas (y nuevas) exploraciones, la posibilidad de que no nos dejen estar con ella en ningún momento y sufro, sufro, sufro. Cuando el despertador cumple su cometido, deseo que llegue el martes y me levanto.

Rita lleva desde la noche anterior sin comer ni beber agua. En ayunas la llevamos al campo porque es el lugar donde ella se siente feliz, donde más se relaja y disfruta del momento. Ha pasado un buen fin de semana así que, lo mejor es que haga sus necesidades tranquilamente y se disponga a afrontar el día de la mejor manera posible. Sólo el tamborileo de nuestros corazones le tiene que advertir que algo no va bien. Aunque seguro que el ajetreo mañanero, el vernos a ambos levantados tan temprano y dispuestos a coger el coche ya le escamará porque de tonta no tiene un pelo. Si os digo que al entrar en la ciudad universitaria tiene claro a dónde va, tampoco os extrañará mucho. De todas maneras, Rita se toma las cosas con mucho empaque así que, hasta que no ve peligro cierto no se pone a temblar. Lo que sucede nada más entrar en la sala de espera del Hospital. Cuando percibo su miedo me la llevo inmediatamente a la calle, mientras mi marido espera que nos llamen. Pero hace mucho frío en la calle (¡qué inoportuna bajada de temperaturas, con el fin de semana tan primaveral que hemos tenido!) y sobre todo, Rita no puede dejar a su padre solito, en ese lugar infernal donde le van a hacer muchas putadas, como le pasa siempre a ella. Así que, me lleva dentro de nuevo y poniendo sus patas en los hombros de mi marido y llenándole la cara de lametones, le advierte notoriamente, que aún estamos a tiempo, que salgamos de allí pitando y tan contentos. Pero nada, impertérrito, su padre le tranquiliza y le pide que se siente un poco y esté un rato quieta.

En esas aparece la doctora del viernes. Rita recula. Nos dice (la doctora) que en un momentito tendremos que pasar con ella a hacerle las primeras pruebas pre-operatorias. Se va. Suspiramos aliviados… los tres. Aparca en la entrada un autocar enorme de estudiantes que vienen de visita. Menudo follón se arma. Una de las profesoras advierte con cara de ¿asco? No sé interpretar gesto y tono, la verdad:

-¡Vamos a ver! ¡Silencio! ¡Esto es un hospital! De animales, pero un hospital al fin y al cabo.

La puntualización me repugna. Esa maldita superioridad humana nos tiene al borde del deshielo, con la capa de ozono hecha un queso de gruyere pero aún sacando pecho. Lástima.

Rita y yo nos dedicamos a entrar y salir para expulsar la presión que nos oprime el gaznate. El aire fresco despeja a la vez que penetra en los huesos y te da fuerzas para regresar. Se oyen unos lamentos perrunos estremecedores. Tienen perros con los que experimentan. Aunque también hay animales ingresados, convalecientes de diferentes dolencias. Puede ser uno de ellos. Prefiero pensar eso. Mi marido está nervioso por lo que decide tomarse un café… La máquina está en otra sala. Nos deja solas y aparece la doctora reclamando nuestra presencia… (9.30horas, aproximadamente).

En este caso, trata de empatizar con “la víctima” acariciándole las orejas. ¡Inmensa metedura de pata! Ya les dije el viernes que la perra tiene las orejas muy sensibles, que un veterinario sanguinario, en una exploración rutinaria, casi le perfora de lado a lado y, meses más tarde, una perrilla que tuvimos en acogida se aficionó a ellas también, provocándole una infección muy dolorosa por lo que, con apenas un roce, ella lanza un dramático gemido y decide acto seguido no dejarte que la toques más. Claro, la idiotez por mi parte de dar por hecho que recordarían la cuestión, es imperdonable. Ya no hay nada que hacer, Rita se pega entre la pared y mis piernas negándose a salir y temblando como una hoja. La doctora le habla con suavidad y le da a oler cada herramienta terrorífica que va a utilizar con ella: termómetro, fonendoscopio, aguja y jeringuilla e incluso la máquina de afeitar electrónica (¿¿de verdad vas a usar eso??). Rita agradece su comportamiento pero no deja de padecer. Para colmo, este instrumento resulta de tortura porque no funciona bien y le pellizca la piel a la perra, que tan asustada como está (encaramada a la mesa congelada), pega un grito, un brinco y se nos cae de la camilla. Esas figuras estudiantiles de las que hablaba al principio no prevén semejante actuación y les pilla de sorpresa quedándose, como siempre, inmóviles. Por más que trato de sujetarla, no puedo con ella y cae al suelo desde atrás arañándose un poco la tripa. No ha sido un golpe fuerte pero el susto se incrementa y yo estoy perdiendo la compostura. Se van a por una cuchilla de afeitar normal (ya deberían saber que todos estos trastos asustarán a los animales y los predispondrán contra cualquier exploración. ¡Cuánta insensibilidad!) Y rasuran a la pobre Rita sin que diga ni guau. Ahora, uno de los estudiantes observa que a su perro tendrían que haberle hecho todo esto desde lejos, “con cerbatana”, porque no se hubiera dejado ni soplar. Mi perra no ha amagado un sólo mordisco y ni remotamente se le ha ocurrido gruñir. Tanta bondad me destroza.

Le extraen sangre para la analítica, le ponen el catéter (tampoco se queja), le vendan y nos vamos de nuevo a la sala de espera. Se repite la petición perruna de marcharnos, ahora refleja desesperación. Salimos a la calle y maldigo el rato que ha tenido que pasar. Todavía le queda ponerle los electrodos para el electrocardiograma (que no será válido por lo que temblará de miedo) y la visita del cirujano para comprobar que lo que va a quitar está ahí y no es imaginación de… la dueña (10.15 horas, aproximadamente).

El cirujano es una réplica exacta del señorito andaluz. Parece que acaba de llegar de su cortijo montando a Cagancho. Pelo negro engominado, actitud soberbia, ni siquiera se acerca a nosotros o nos saluda. Pasamos a la sala con la perra, porque (juraría) la teme y no se atreve a abrirle la boca. La doctora en prácticas nos pregunta si a nosotros nos dejará mirarle el tumor. ¡Por supuesto! ¿Es que no lo viste el viernes? ¿Es que no has tenido suficientes muestras hoy de bondad y paciencia? La que no abro el pico soy yo, ni que estuviera loca, sólo escucho cómo el especialista habla dirigiéndose a su alumna sin mirarnos, y deseo con toda mi alma que todo lo que tiene de altivo y petulante lo tenga de profesional y experto. Le pido que me traduzca y lo hace, en definitiva, que no hará radiografías porque sólo se trata de una pequeña protuberancia que casi con total seguridad no será maligna. Dos grandes suspiros internos (mi marido y yo, Rita lleva un rato sin respirar). Una vez más, nos hacen salir. Desde las nueve que llegamos hasta las once y pico en que se la llevan, nos la pasamos entrando y saliendo de salitas a la calle y de la calle a las salitas. Todo sigue su curso. Recuerdo que la “colaron” porque en esas mismas horas tenían un caballo citado para operar, por lo que el médico ha sido maravilloso incluyendo a Rita en su ajetreada mañana (Bendito seas).

Cuando la amable doctora en prácticas viene a por Rita, insisto en que me dejen ir con ella hasta que se duerma. No hay manera. Rita no quiere ir con semejante arpía pero ella la engatusa con juegos y mi niña inocente se resigna y obedece. Si hubiera sido más brava, aún se lo habrían hecho pasar peor. Os aseguro que en el hospital todos la adoran. Desgraciadamente conoce al de dermatología, a la de digestivo y a todos los estudiantes y médicos desde hace cinco años. Toda una pupas…

Pasa una hora de retorcimiento dactilar y angustia, nos hacen firmar el escaqueante papelito (en el que curiosamente me piden mil datos y ellos no escriben ninguno: ni el número de colegiado del cirujano, ni la actuación clínica, ni la otra cosa a la que me comprometo firmando, el presupuesto, ponen la fecha de casualidad, claro que yo tampoco firmo con mi nombre, estoy a un tris de garabatear Lech Walesa o Piotr Ilich Chaikovski) y continúa la espera. No hay señales de vida, bueno sí, pasa el segundo turno de visitas adolescentes (rezamos para que no tengan que visitar quirófanos…), algunos de ellos comen bocadillos mientras les enseñan cómo los animales son… lo que sea que estén haciendo con ellos (extirpándoles épulis, por ejemplo); vienen los de logística trayendo paquetes de gasas y demás mercancía aséptica; las celadoras se relajan en la hora del desayuno; los médicos se fuman su cigarrito; los futuros veterinarios entran y salen -mochila a cuestas- sin decir ni buenos días… Toda una procesión incesante, menos la doctora tan amable a la que esperamos como agua de mayo.

Aparece por fin, justo un segundo, para continuar con sus labores, pero mi cuerpo se interpone en su camino y mi cara de congestión le anima a decirnos que ya está dormidita, que ahora le operarán. ¿TODAVÍA? ¿Qué han hecho con ella hasta ahora? ¡Por dios, si ha pasado una hora o más! Madre mía, ahora sí daba yo mi brazo derecho porque pudiese hablar y contarme qué ha pasado ahí dentro. Me dice que ha sido muy buena (¡Ya lo se yo, no te jode!).

Media hora después, como mucho, aparece mi heroína. La puerta se abre pero no se cierra. Observo detenidamente para saber si son los estudiantes, los médicos o las celadoras, y tras unos interminables segundos, surge una carita dulce y trastornada. Me levanto de un brinco y voy corriendo a buscar a mi hija. Ella retrocede confusa, mareada, apoyándose en la que supongo ha sido su única amiga ahí dentro. Acerco mi cara a su nariz y al olerme recupera la noción de su existencia y quiere comerme a besos e incluso saltar. A penas si puede dar un paso pero está decidida a saludar a médicos, transportistas, celadoras y estudiantes (ya os dije que jamás pierde ocasión para ser amable y detallista). ¡Madre mía, Rita, déjate de cortesías, que te acaban de operar, puedes exigir atención y mimos o transformarte en un cocodrilo furioso! ¡es tu momento! Trata de besar a su padre poniéndose a dos patas, nos besa y saluda entusiasmada, pero borracha perdida. Como noto que su euforia es exagerada, me la llevo a la calle despacito, para que se despeje pero, sobre todo, para meterla en el coche y que descanse de una vez. Se que la veterinaria me dice que todo ha salido bien y que los cachitos de épulis que flotan en el frasco son ridículos y tienen buena pinta, se que mi marido pide explicaciones más detalladas y que me largo de allí a toda leche.

Cuando abro el coche y ayudo a mi niña a subirse en el asiento trasero, cuando la beso y le pido que descanse, cuando le susurro que ya ha pasado el terremoto, sólo entonces, espero tranquila a que mi marido me cuente con detalle los pormenores de la operación.

Me he ido sin despedirme, por fin, he huido como Rita quería…

Dentro de quince días sabremos si el épulis pequeño y rosita es bueno o malo. Por ahora, Rita se recupera estupendamente. Le han recetado antibiótico para siete días por si se infectase la herida. Al día siguiente (ayer) le miramos la encía y pudimos certificar satisfechos que el cirujano ha sido un artista. Maravilloso corte en el que no se aprecia que allí hubiera algo indeseable y molesto. Señor, ha cumplido usted con lo más importante, es un experto y le agradezco profundamente su precisión y seriedad. Ojalá fuese menos… humano. No se puede tener todo, todavía…

No os despistéis, parientes bípedos de los perros (aunque esto también le pasa a los niños más no se contagia, ¡por dios!) el épulis puede traer graves consecuencias, puede afectar a huesos, pulmones, puede tener consecuencias tremendas para el perro, pero si observáis sus costumbres y su anatomía con atención y cariño, lo descubriréis (esto y cualquier otra anomalía) a tiempo y, aunque entrar en una clínica veterinaria suele ser una experiencia traumática, siempre es necesaria porque SALVA VIDAS, que es lo que importa. Poco a poco, conseguiremos, además, que los médicos adoren su trabajo pero no lo vean como tal, que se agachen para ponerse a la (exquisita) altura de sus pacientes, que sientan lo que ellos sienten, que palien su estrés y su miedo, que les hablen y acaricien, que consientan que los familiares permanezcan el mayor tiempo posible al lado de ellos o alcancen tales mejoras en el entorno clínico, que los perros, gatos, caballos, no tengan que refugiarse entre las piernas de sus amigos de dos patas en busca de protección y presas del terror.