martes, 5 de junio de 2007

Bajo el sol

A veces, el sol te dora las puntas de las pestañas obligándote a cerrar los ojos durante el viaje. El cristal de la ventanilla aumenta su poder y sólo una parte de tu rostro se sonroja mientras que te adormeces. El mismo trayecto, la misma cinta asfáltica agujereada que descuajaringa las juntas del coche y de tu columna vertebral. Si escuchas música te espabilas, desgañitándote a ritmo de My chemical romance o La Excepción. Si charlas, intentas, como buen copiloto, estar pendiente al mismo tiempo de los temidos baches, los desvíos sorpresa o los radares fijos y móviles que la guardia civil pone, por tu seguridad. Media España se tuesta al sol, los insectos, sin casco, golpetean dramáticamente el frente cristalino del vehículo, cada vez más moteado. En determinados lugares, te fijas en cómo la tecnología apabulla tu retina con huertos solares o molinos de viento que ni Don Quijote osaría amedrentar. Esas gigantescas aspas segadoras de vidas rapaces te hipnotizan si las miras girar acompasadas, lentas, seguras de sí mismas. Todo es dorado, amarillean los campos, los aleros y cornisas, las vetas de los árboles sedientos y los flecos que dejan los vencejos al surcar, en vuelo raso, las orillas del camino. Los rayos solares se aplastan contra los escaparates de pueblos fantasmas y engullen colores dejándolo todo patinado en tonos trigueños. La burbuja climática en que se ha convertido el coche serpentea la ruta con cansina terquedad, a sabiendas que ni descansando bajo el soportal de una gasolinera, dejarán sus neumáticos de resoplar ni de hervir las venas sintéticas de su organismo mecánico. Si sales del refugio oyes crepitar el alma de la llama en los arcenes resecos esperando una casualidad o una perversa decisión para explotar su flama poderosa, devoradora, de un intenso anaranjado que según avanza se torna ceniciento, carbonizando, ennegreciendo, delimitando con su oscuro trazo la frontera de la vida con la abrasadora muerte.

Otros conductores y motoristas se cruzan fulminando el costado del vehículo, piensas en sus destinos, ¿a dónde irán?, ¿habrán comenzado sus vacaciones? ¿por qué van solos? ¿la prisa les puede? ¿huyen de sus rutinas? ¿abrazan con fiereza la vida que les deparará a la vuelta de la curva? ¿o prefieren no pensar y dejar que la velocidad dicte lo que les espera? Enseguida te cansas de formular preguntas vanas y continúas fijando tu mirada en el horizonte que ahora clava su pupila encendida en las tuyas obligándote, una vez más, a cerrar los ojos y claudicar. Menos mal que una cosa es cierta: la tarde asegura la promesa de empujar al sol hacia abajo, tan abajo que la plata dominará, el azul invadirá caminos, pueblos, senderos y valles y, por fin, los árboles, vencejos, arcenes y hasta las ruedas y esos circuitos de químicos fluidos, podrán refrescarse con la brisa de la luna y sus suspiros.

Acaba el traqueteo. ¡Maldita carretera! Los intermitentes anuncian una inminente y definitiva parada. El saludo del salitre seguido del ronquido del mar hidratan tu rostro y oídos, relajando los músculos encojidos por la postura obligada durante tantas horas. Como otras veces has hecho durante estos años, te desperezas, estiras brazos y piernas y te dispones a sacar el equipaje mientras tu amigo peludo y el camarada que ha conducido tu somnoliento cuerpo hasta el destino elegido juguetean, desentumeciéndose al otro lado del coche. Éste, sin una queja que no sea la del rechinar de chapas, tuercas y zapatas, se queda solo, satisfecho con la ejecución de los trazos, con el dibujo marcado en el asfalto en cada curva del puerto, con el silencioso gruñir de su motor y la potencia de un corazón que disparaba su marcha a la mínima presión de su acelerador.

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